—¡Vamos chicas! ¡A levantarse! Son las 9 y si quieren salir más tarde a patinar hay cosas que hacer… ayudar a mamá en casa, hacer las tareas, regar las plantas —dijo el padre abriendo la puerta de golpe.
Abrió los ojos y allí estaba ella en la otra cama. Se miraron con complicidad y rieron. María no se lo podía creer. Había pasado la mejor noche de su vida a pesar del trasnocho. Tenían mucho que contarse y casi no durmieron.
María nunca olvidaría el día que la buscaron. Un día soleado. Ella venía con su tía y dos maletas. Contextura gruesa, ojos verdes y pelos de “ricitos de oro”. Una muñeca. Eran el sol y la luna. María era morena, ojos y pelos negros. Una pocahontas. María estaba emocionada. De repente, tenía una hermana.
María se acostumbró a estar sola y vivir con gente adulta porque su madre alquilaba las habitaciones del apartamento para conseguir algo de dinero. Quizás eso explique su personalidad. Cuando se reunían con la familia, sus primos le decían «¡qué antisocial eres María!, siempre estás jugando sola». Ella se limitaba a pensar que eran tontos. No entendía por qué siempre tenía que estar riendo o jugando con un montón de niños para que la consideraran normal.
A pesar de todo, María tuvo una infancia fácil, a diferencia de Adriana. Su madre sufría de trastorno de bipolaridad y un día la trataba bien como otro día le decía que no la quería. Es por eso que su padre, un buen día, a escondidas de su madre y en complot con su tía, la buscó para llevársela a vivir con su nueva familia —María y su madre.
María y Adriana se hicieron inseparables. A menudo sus padres tenían que entrar en la habitación para decirles que se callaran y mandarlas a dormir. Hacían todo juntas: iban a la escuela, jugaban, hacían los deberes, travesuras y si a alguna la descubrían haciendo algo malo, la otra siempre salía a tomar parte de culpa. Más que hermanas, eran cómplices.
Con un cuaderno reciclado y unas cuantas pegatinas, hicieron un libro: “El libro secreto de aventuras”. Allí, pegaban fotos, papeles de sitios que visitaban, escribían travesuras, cuentos y planes de futuro. Además, firmaron. Firmaron nunca separarse con un buen escupitajo de compromiso que asquerosamente regaron por una de las paginas del libro. Decían que a la gente le daría tanto pudor que nadie se atrevería a ver más allá del libro secreto.
Un día, Adriana llegó de la escuela malhumorada.
—¿Qué te pasa? —preguntó María subiendo las escaleras del salón.
—Nada, no me molestes —respondió Adriana sin mirarla y acelerando el paso.
—¿Te hicieron algo en el cole?
—No, simplemente no quiero que me molestes. Estoy cansada.
—Ya se te pasará. ¿Quieres jugar a las muñecas?
—¡Qué me dejes! —Adriana cerró la puerta de la habitación con tal fuerza que su padre fue a ver lo que pasaba.
—¿Qué han hecho ahora? —preguntó su padre.
—No sé —Respondió María—. Ha llegado enfadada y me ha tirado la puerta en la cara.
—Adriana, abre la puerta ahora mismo —dijo su padre con tono autoritario.
Adriana abrió la puerta. Dijo que lo sentía, que un niño la molestó en el cole y no estaba de buen humor. Su padre se lo dejo pasar y le dijo que la próxima vez que ese niño la molestara le dijera enseguida.
Pasó el tiempo y Adriana a veces estaba de buen humor y jugaban como siempre. Pero había días que su humor cambiaba de un momento a otro. A veces estaba más eufórica de lo normal y otras veces se le veía deprimida. María no entendía que le pasaba y al principio no dijo nada, pero sabía que algo no andaba bien. No era la hermana que había tenido, no encontraba la complicidad. Así que un buen día decidió hablar con sus padres. Claro que sus padres ya se habían dado cuenta y decidieron llevar a Adriana al médico.
Al llegar a casa, el padre llamó a María y se sentaron en el salón.
—Adriana tiene un problema —dijo mirando hacía la cocina donde estaba su madre.
—¿Qué le pasa?
—Tiene una enfermedad mental.. sufre de lo mismo que su madre. Por eso sus cambios de humor tan repentinos.
—Bueno pero puede tener tratamiento ¿no? —dijo María, convencida de que no era un problema grave. La madre de Adriana tenía la misma enfermedad y la tenían en un psiquiátrico pero María se engañaba pensando que a su hermana no le pasaría eso porque le habían descubierto la enfermedad con tiempo.
—Sí, debe comenzar a tomar muchas pastillas e ir a terapia.—le respondió su padre. —pero quiero que entiendas que es una enfermedad difícil… Adriana no siempre podrá jugar contigo como antes. Tendrás que tener paciencia.—Le dijo su padre. Él siempre fue muy sincero y no quería engañar a María.
Adriana comenzó el tratamiento y al principio estuvo mejor. Por lo menos no tenía aquellos cambios de humores tan drásticos. Pero para María no era lo mismo. Ya no se reían tanto como antes. Las medicinas la hacían dormir o si no, estaba ensimismada; ni se reía, ni se enfadaba, ni lloraba. Como si las medicinas le arrancaran las emociones de raíz.
María comenzó a jugar sola otra vez. No se le hizo difícil pero extrañaba a su hermana y cómplice. Cuando los cambios de humor volvían, la llevaban otra vez al médico. Le tenían que cambiar el tratamiento todo el tiempo. A veces la dejaban a dormir en el hospital un par de días para menguar la ansiedad y los episodios psicóticos que le daban. Sus padres hacían todo lo posible para que las cosas parecieran lo más normal posible pero María sabía que estaban lejos de eso. Aún así, aprendieron a vivir en equilibrio.
Cada día, antes de irse al cole, María le escribía una frase en notas adhesivas de colores. Las notitas tenían dibujos y decían mensajes positivos: te quiero, eres genial, ricitos de oro, la mejor hermana, un poco loca pero eres la mejor, etc. Adriana le decía que la que estaba loca era ella. Por momentos fugaces se reían como antes y todo parecía volver a la normalidad.
Pasaron los años. Adriana no pudo recuperarse bien, su trastorno era muy grave y nunca pudo llevar una vida normal. María fue a la universidad y decidió estudiar psiquiatría. Cada fin de semana iba a visitar a Adriana, en casa de sus padres o en el psiquiátrico y cada vez que se despedía le escribía una notita. Adriana la arrugaba y le decía: «estás loca».
Llegó el día de la boda de María. Se celebró en casa de sus padres de manera familiar. La casa estaba adornada de flores y manteles blancos. Olía a primavera. María estaba arriba en su habitación donde una peluquera se ganaba la vida haciendo peinados a todas las mujeres de la familia. Entre fotos y risas, cuando María estaba arreglada, vestida de novia, pelo recogido y velo hacía atrás, Adriana no podía dejar de mirarla.
—Ahora la muñeca pareces tú —Le dijo sonriendo.
—¡Qué va! Le dijo María, y si fuese así, mira todo lo que tuve que ponerme para parecer una muñeca. Lo tuyo es natural. —Se miraron y no pudieron evitar soltar una carcajada. Era lo que hacían cuando se encontraban halagándose una a la otra.
—Tengo algo para ti —dijo Adriana—toma. Era el libro secreto de aventuras. —Ábrelo—dijo.
María iba pasando página por página. Hacía años que no lo abría, incluso por momentos lo había olvidado. Allí estaban todas sus aventuras y ocurrencias, marcadas con fecha y hora, hasta la última, el día que a Adriana le diagnosticaron el trastorno. A María le paso una sombra por el rostro.
—Sigue pasando las hojas—dijo Adriana.
Había una página que ponía en grande: “Nuestra mayor aventura”. María pasó la página y allí comenzaba la aventura de la enfermedad de Adriana. Estaban todas las notitas que María le había hecho. Años de notas de colores. Adriana las había guardado y les había puesto fecha. Además, habían fotos en el psiquiátrico cuando se burlaban de las enfermeras y María se hacía pasar por loca descontrolada y Adriana de normal. Estaban pegadas todas las prescripciones médicas donde María hacía obras de arte con un lápiz. Lo dejó todo grabado, lo bueno y lo malo. María pasaba hoja por hoja y veía toda una vida juntas, desde aquella noche que no durmieron, todo plasmado en papel.
—Cuanto habían crecido.—pensó María. No pudo evitar soltar una lágrima, aunque se aguantaba para que no se le derramara el maquillaje. Se miraron y por un instante, encontró en aquellos ojos verdes la auténtica Adriana. Allí estaba, la mirada cómplice que las unía y que María sabía que no duraría por mucho tiempo. Saboreó el momento, la abrazó y agradeció nuevamente, tener una hermana.