Me gusta escribir y siempre he soñado con ser una gran escritora. Crecí con un padre que leía mucho y que en cuanto nos mudamos eligió un espacio de la casa como biblioteca. Así que como todo niño, repitiendo y aprendiendo con ejemplo, comencé a leer desde muy pequeña. Leía desde libros clásicos, como los de Julio Verne y Jane Eyre, fábulas como las famosas fábulas de Esopo, hasta la historia de Jesucristo ilustrado, pasando por Mafalda. Así que crecí con la importancia de saber que no existe una “única historia”.
En contraste, también crecí viendo televisión americana y sus respectivas series americanas adolescentes: jóvenes de piel blanca de ojos claros, que siempre iban al mismo café o restaurante de comida rápida, que estudiaban en coles y tenían taquillas, que vivían en casas de dos plantas con jardín y que cuando sus padres se iban de viaje hacían una súper fiesta, se emborrachaban y lo destrozaban todo. Esa era mi única historia sobre la adolescencia americana.
Como todo lo que veía en la tele eran personajes americanos, de pequeña me imaginaba que la adolescencia en E.E.U.U siempre era así. Por esto, si no tenemos cuidado, somos vulnerables de cara a una única historia.
A medida que fui creciendo, fui afianzando mi percepción sobre las historias. Viajaba a Trinidad y Tobago y las historias allí eran diferentes. Viviendo en Venezuela me daba cuenta que las historias allí también eran diferentes. Leyendo libros de diferentes autores me di cuenta del sin fin de historias que pueden coexistir. Esto lo que hizo fue salvarme de tener una visión del mundo como una “única historia”.
Años después pensé en esto cuando me fui a vivir E.E.U.U. Tenía 16 años. Pasaron dos cosas: una, que me di cuenta que la vida de la mayoría de los adolescentes sí era como en la tele americana —tirando al traste mi percepción de las diferentes historias— pero también me di cuenta de algo más importante. Me di cuenta que esa era “solo una parte de la historia”.
Como añadido, pude vivir la percepción de ellos hacia los latinoamericanos. Ellos ya tenían una construcción de los latinoamericanos en global. Muchos de ellos —generalizar no es un buen hábito— también tenían una única historia sobre Latinoamérica.
Después de pasar un año en E.E.U.U, viajar a otras partes del mundo y ahora vivir en España, entiendo esas reacciones hacía otras nacionalidades en nuestro hábito por catalogar y etiquetar cuanta cosa se nos cruza en el camino. Si yo no hubiese crecido en Latinoamérica y si todo lo que supiera sobre Latinoamérica fuera de imágenes populares y lo que dicen los medios, mi visión también seria: selva salvaje, playas paradisíacas, palmeras, gente morena y ruidosa, indígenas, mosquitos, salsa, opresión del imperio, tercermundismo y corrupción.
Ahora, ¿Por qué se crean estas únicas historias?
Es imposible hablar de una misma historia sin hablar de poder. Las historias también definen quien es superior a otro. Cómo se cuenta la historia, quién la dice, cuándo la dicen, cuántas son contadas, etc., realmente depende del poder.
El poder no es solo la habilidad de contar una historia sobre otra persona, pero también de hacer esa historia definitiva. Si comienzas la historia con que los indios latinoamericanos ya eran salvajes y corruptos y no con que la llegada de los españoles fue la causante de todo el caos, tienes una historia diferente. Si comienzas la historia con la falta de empatía, entendimiento y negociación por parte del gobierno central español hacia los catalanes, y no con que los catalanes hicieron algo “ilegal”, tienes otra historia. Si comienzas con el fracaso de la revolución bolivariana y su transformación al totalitarismo y no con que el imperio es el que impide que la revolución funcione en Venezuela, tienes una historia completamente diferente.
Alguien que no apoya un gobierno de izquierdas no quiere decir que se pasa al otro extremo. Alguien que no esté de acuerdo con el independentismo no quiere decir que esté de acuerdo con el juicio de los presos políticos. Ver una serie donde todos van a una fiesta, tienen sexo y hacen bullying, no quiere decir que todos los americanos son así. No existe tal cosa como una «única historia».
Todos tenemos diferentes historias que nos moldean. Insistir en solo una historia es simplificar una experiencia e ignorar muchas otras. Una única historia crea estereotipos y el problema con los estereotipos no es que no sean ciertos, sino que son incompletos. Las historias suelen ser mucho más complejas. No existen el blanco o negro. Las tonalidades intermedias son la norma. Mi padre solía decir: «existen tres historias: la de ella, la de él y la verdad».
Mi ejemplo más cercano es Venezuela. Venezuela es un país lleno de catástrofes. La inflación más alta del mundo, el país más peligroso del mundo, cuatro millones de emigrantes, dictadura, crisis humanitaria, más de 200 presos políticos, etc. Pero también hay muchas historias que no son catástrofes y es igual de importante hablar sobre ellas. La gente va al cine, a la playa, se toman un café en la calle, viajan y disfrutan —y sí, hay McDonald’s. La gente vive, se ríe y continua, a pesar de ser más difícil que en otros sitios.
Con el tiempo he aprendido que es difícil hablar apropiadamente de un lugar o una persona sin involucrarte con todas las historias de ese lugar o esa persona. La consecuencia de una única historia es esta: Le quita a la gente su dignidad. Hace que nuestro reconocimiento como humanidad por igual sea ignorado. Enfatiza lo diferente que somos y no lo similares que somos. Hace olvidar que somos de una misma especie y que las nacionalidades, países, tribus, etc., son una ficción y una construcción social para poder entendernos mejor, pero nada más.
Es importante escuchar diferentes historias. Cuando rechazamos una única historia, cuando nos damos cuenta que nunca existe una única historia sobre un sitio, recuperamos nuestra complejidad, recuperamos nuestra dignidad, recuperamos nuestro poder sobre nuestras historias, y sobretodo, recuperamos nuestra igualdad como seres humanos.