La gravedad me succiono como una aspiradora. Sentí un golpe, lejano y ajeno a mí. Miré a mi alrededor buscándome entre el mar de granito. Miré hacia arriba. Había caído ocho o diez metros quizás. Volví al punto de partida.
—Geral ¿qué pasó? — le pregunté mientras la empujaba hacía un lado.
No obtuve respuesta. Me di cuenta que había caído sobre ella. Al moverme, su cuerpo inerte se giró hacia arriba. ¿Estaba inconsciente o peor aún…? Grité su nombre desesperadamente. No medí sus pulsaciones, no la toqué, no la incorporé. Grité sin sentido. No sabía si alguien me escuchaba a 800 metros sobre el suelo. Tampoco me lo pregunté.
Las cuerdas y arneses sustituían nuestros pies. Cumplíamos un sueño que se desmoronaba como hojas secas en un soplo de confianza. El vértigo me arrastraba en un remolino de imágenes: El sonido de los helicópteros me agobiaba mientras los bomberos se la llevaban volando en una camilla; una crisis nerviosa tirándome de los pies mientras le hacían RCP; una persona entregándome un teléfono con su madre del otro lado; las caras largas de nuestros amigos con ojos de duelo, de pesar y de acusación. Volví al punto de partida.
Siete años pasaron sin vernos. Siete años proyectando un sueño: escalar el Capitán, un monolito de roca en forma de buque, con paredes lisas y vibrantes que respiran adrenalina. Llegó el momento. Luchaba para ignorar mis dudas, mantenerme confiada y motivada. “Ignórate, sigue escalando” me decía. Los primeros días todo giraba alrededor de reprimir esa sensación de exposición, a veces efímera, a veces eterna. Pero abandonar la pared nunca fue una opción. Nuestra permanencia en ese monolito era inmutable. “Ignórate, sigue escalando”. No había espacio para la desazón.
La brisa del amanecer me animaba. Escalaba hipnotizada, un seguro, un pie, el otro, una mano, la otra, y subía. Escalaba hechizada, un metro, dos metros, treinta, cien, y seguía. Encendí la linterna. Le dije a Geral que pondría la amatista para la buena suerte. Así bautizamos a un seguro en forma de cristal y color lila que usábamos en cada tramo. Lo vi raro. “Ignórate, sigue escalando”.
Un pie, el otro… Volví al punto de partida.
—Geral ¿qué pasó? — le pregunté mientras la empujaba hacía un lado.
No obtuve respuesta. Grité desesperada. Grité sin sentido. Geral abrió los ojos. No se acordaba de nada. Saqué el móvil para llamar al servicio de rescate. “¡Espera!” me dijo. Su memoria parecía recobrar vida. Movió sus piernas, sus brazos, su cuello, sus dedos. Todo bien. Solo quedaban dos caramelos de hierbabuena. Le di uno, me metí uno en la boca y nos miramos con miedo. Alcé la vista hacia la pared. “Dos tramos y llegamos a la repisa” me dije. “Ignórate, sigue escalando”.
Las pupilas dilatadas de Geral me hablaban en silencio, con pánico y alarma. Me senté en esa repisa de 50cm de ancho con las piernas al vacío.
—¿Sabes qué hora es?— me preguntó.
—No me digas que no quiero saber— respondí.
Me recosté en la esterilla. Los lilas y naranjas se asomaban en el horizonte. “Ignórate, sigue escalando”.