Para el día 4 nos propusieron sumergirnos en el género de terror. Nunca había escrito algo así. La sensación de estar escribiendo algo que da miedo me generaba miedo. No creo que podría pero si sentí como algunos autores se pueden enganchar fácilmente a esa emoción.
La consigna: una mañana de pandemia encuentras a tu mascota crucificada en tu casa y luego en tu casilla de correo descubres un mail que te escribiste a ti mismo con la frase «Cuidado con lo que haces».
El cuento:
Llegó a casa a las 6 pm. Nunca se le olvidará ese día… o quizás sí. Caminó despacio a la entrada de la casa, notando una energía extraña. Sus chanclas estaban afuera, al lado de la puerta. Nunca las dejaba allí y menos esa mañana que ya salió con los zapatos puestos. Sintió miedo. “Otra vez no”, pensó.
Sus manos comenzaron a temblar. Sacó la llave de su bolso y le costó introducirla en la cerradura. Abrió con cuidado, empujando la puerta en silencio. Todo parecía correcto. “Tranquila.. Seguro que no ha pasado nada”, se dijo a sí misma.
Caminó despacio por el estrecho pasillo. Siempre le pareció que ese pasillo tenía demasiada luz. El corazón le palpitaba. “Inhala, exhala” se decía mientras caminaba despacio, recordando los ejercicios que le propuso su terapeuta.
Llegó al final del pasillo dudando de abrir la puerta corrediza que daba al salón. Las manos le sudaban. Tiró de la puerta y del horror volvió a cerrar. Sus piernas se desvanecieron como espaguetis cayéndose al suelo. El corazón se le salía del pecho. Le faltaba el aire. Intentó levantarse cogiéndose de las paredes. Se metió en el baño y vomitó. Le sudaba todo el cuerpo. Lloró. Lloró como nunca. Se dejó caer en el suelo del baño encogiéndose como una niña mientras lloraba hasta que perdió el conocimiento.
Pasaron un par de horas cuando abrió los ojos. Se levantó con cuidado y se lavó la cara con agua fría. Salió decidida a limpiarlo todo y tomar acción. Abrió la puerta y allí seguía. Esta vez no apartó la mirada. La imagen era dantesca. El crucifijo enorme que heredó de su abuela al morir estaba clavado en la pared. Sobre la cruz, su gato, Tazo, su adorado gato peludo que la acompañaba y la ayudaba durante todos sus trances. ¿Quién pudo hacerle eso a él? ¿Por qué a él si era su compañero fiel?. Las preguntas no paraban de rondar por su cabeza.
Tazo estaba clavado en la cruz. Un charco de sangre se acumuló debajo del crucifijo. Comenzaba a oler mal. No se atrevía a tocarlo. No se atrevía a mover la cruz. No se atrevía a confirmar su mayor miedo. Miró alrededor de la casa. Todo estaba intacto. Nadie entró a robar. La cerradura no estaba forzada. Todos los objetos de valor estaban en su sitio. “No puede ser, no puede ser”, se repetía sin parar.
Sonó un recordatorio y saltó del susto. “No es posible”, se decía una y otra vez. Ella sabía lo que significaba un recordatorio. Caminó al estudio y se quedó frente al ordenador. Tenía mucho miedo. No quería ver lo que decía. Se negaba a hacerlo pero era necesario. No quería comprobar nada pero era necesario. Abrió el recordatorio: “Cuidado con lo que haces”.
“Eso no quiere decir nada”, pensó. Su psiquiatra le dijo que estaba mejorando. Sus episodios de trance estaban más espaciados, además seguían sucediendo a la misma hora. Estaba todo bajo control. “¿Entonces por qué el recordatorio sonó ahora y no antes?” pensó. No recordaba nada. Giraba la cabeza de un lado a otro negando lo que había pasado. Se obligaba a pensar que tendría que haber otra explicación.
Caminó al salón. Se quedó de frente viendo el crucifijo, viendo a Tazo sin vida, viendo la sangre. De repente frunció el ceño. Al pie del crucifijo había un bolígrafo bañado en sangre. Se lo habían dado ese día en una reunión de trabajo. Caminó lentamente al teléfono y llamó al servicio de emergencia.
—Emergencia, ¿En qué puedo ayudarle?
—Enciérrenme por favor, he matado a mi gato y no lo recuerdo.