Día 12. Parálisis de sueño

Consigna del día 12: escribir un relato breve que en sus párrafos abarque la mayor cantidad de tiempo posible. 

Spoiler alert: ¡no lo logré! En lo absoluto. Es más, ni siquiera pensé en la consigna mientras escribía. No me salía nada, así que simplemente escribí y no me gustó lo que salió. Bueno realmente lo que no me gustó es el tono, estilo, voz, etc.

El relato:

Era una de esas soleadas y frescas mañanas de la Sabana, cuando María se despertó y se encontró con lo que ella llamaba su mal presagio. No se podía mover.  María sufría de parálisis de sueño. Como consecuencia, se despertaba y no se podía mover. Miraba y estaba consciente todo a su alrededor, respirando mientras intentaba tranquilizarse para contar hasta tres y salir de este estado en un salto. Lo había repetido mil veces. Gotas de sudor caían por su frente y escuchaba su respiración acelerarse.  Esta vez era diferente. No podía salir, se le oscurecía la vista y el suelo se derretía por debajo mientras se hundía aterrorizada. Veía a lo lejos un peluche ardiendo en llamas mientras intentaba convencerse que eran alucinaciones, pero el miedo la arropaba.  Finalmente, empujando con toda su existencia, salió gritando de la camisa de fuerza invisible que la atrapaba. Estaba bañada en sudor. 

—¿Qué te pasa? — preguntó su prima mientras se remolonaba en la esterilla. 

—Lo de siempre.  Esa cosa rara que y que no se puede mover— respondió su hermana, Laura, acostumbrada a esos despertares agitados de María y cansada de que siempre llamara la atención. 

—Va a pasar algo— dijo María.

—Ya empezó— dijo Laura— siempre dices lo mismo y nunca pasa nada.

—Esta vez te juro que sí. Ya verás— respondió mientras abría la carpa para salir. 

—Muchacha pavosa— soltó la prima. 

María se fue a bañar en el río como siempre hacía cada mañana con su mamá. A nadie más le gustaba ir a esa hora porque el agua estaba muy fría. Pero ella decía que la energía de los ríos de Canaima la despojaban de todos los males y ese día lo sentía más necesario que nunca. 

Los mayores hacían el desayuno mientras los niños y jóvenes recogían las carpas y guardaban sus cosas para seguir camino adentro descubriendo ríos, poblados y cascadas. Pero antes había que pasar por el hotel en el que se habían quedado la noche anterior en Santa Elena porque a su madre se le quedó un bolso. 

Llegaron al hotel y sus padres se bajaron a preguntar por el bolso mientras los demás esperaban afuera. Al rato, María vio salir a su madre con las cejas arrugadas, mirando hacia el suelo y la mano derecha sobre la frente, como si quisiera taparse del sol, pero más bien tapándose de la realidad. Una expresión que gritaba una tragedia inaudible. 

—Ay hijos no me lo van a creer, se quemó la casa— dijo su madre. 

—¿Cómo que se quemó? — preguntó la hermana de María agitada. 

—Viste, yo les dije que algo pasaría— respondió María.

—Cállate idiota, esto no es un juego— le respondió Laura.  

—Idiota tú. Yo nunca pensé que era un juego. Es tu problema por nunca creerme lo que te digo— le gritó María acercándose. 

En eso, la madre de María, abrió los brazos, uno hacia cada niña intentando calmarlas y explicándole lo que había sucedido. 

—Bueno nos devolvemos ¿no? — preguntó Laura. 

—Vamos a sentarnos a tomar algo mientras tu papá habla por teléfono para ver que se puede resolver y luego vemos. 

Después de decidir acabar las vacaciones, volvieron a casa. Cuando faltaban dos calles para llegar se sentían todos expectantes, tensos, tristes. María y su hermana se miraron nerviosas. Llegaron, abrieron la puerta y entraron. Lo primero que vieron era líneas negras que caían por las paredes de la escalera. Los corazones latían fuerte todos al unísono. 

Subieron las escaleras para encontrarse con la realidad. Estaba todo negro, irreconocible. La habitación más afectada fue la de María y su hermana. Se había caído medio techo, todo estaba lleno de cenizas y todos los objetos negros, quemados y deformados. Abrieron el armario y encontraron toda la ropa negra. 

María se sentó en el suelo con los ojos llenos de agua. Laura se le acercó. 

—Perdona María, tenías razón. De ahora en adelante te prometo que te escucharé. No llores, todo estará bien. 

Se abrazaron. Una imagen que se repetiría seis meses después, con la habitación nueva llena de colores y alegría.

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