Consigna del día 11: Escribir un texto que tenga su momento de mayor impacto o tensión al comienzo de la historia.
No se me ocurrió otra cosa que escribir una experiencia personal. La pura ficción me cuesta —tampoco sé si existe tal cosa.
El relato:
Ese día ya estaba esperando la llamada de mi mamá. La recibí como a las siete de la noche. Mi papá había muerto.
— Estoy contigo mamá— le dije.
Era mentira. No estaba con ella. Por lo menos no se sentía así con un océano de por medio. Lo que debía ser un punto de inflexión no lo fue. No lo escuché respirar por última vez, no me despedí, no lo vi, no fui a su velatorio. No acompañé a mi mamá, ni le sujeté la mano mientras se desmoronaba, no vi su última mirada hacia él apretando los labios y aguantando las ganas de romperse. No compartí el dolor con la familia, no compartí las anécdotas de su personalidad, sus recuerdos, ni tuve abrazos largos que parecen inútiles pero que al final, muy al final, te das cuenta lo bien que te hicieron sentir. No viví nada de eso. Mi vida transcurría como cualquier día, como si nada pasara, con la rutina del fin de semana: escalar o quedar con amigos para cenar. Tanto era un día como otro. Estaba ajena, ausente y lejana y todo lo que estaba sucediendo a 10000 kilómetros lo imaginaba.
Crees que estás bien y que puedes con todo. Crees que tu vida aquí no tiene que cambiar y podrás seguir haciendo todo con igual intensidad. Lo intentas. Te lanzas al vacío y te estrellas.
Me levanto a las 6 am. Quedamos en el Bruc para ir a Montrebei a escalar una vía y volver en el mismo día. El año anterior, apenas seis meses antes, había escalado El Capitán. Después de semejante hazaña, ¿Qué puede salir mal?
Llegamos al descampado donde estacionamos el coche. Las paredes se imponen delante de nosotros como sombras reptando nuestros pies. Hacía frío pero lo ignoro. Caminamos poco a poco hacia el pie de vía mientras siento que mi cuerpo se calienta. Carlos comienza a escalar mientras lo aseguro y el frío me atrapa. Me quedo helada. Comienzo a escalar. La pared está muy fría y mis manos pierden el sentido del tacto. Cuando llego al punto de encuentro me quito los zapatos. La sangre comienza a fluir por mis pies con un dolor insoportable que me hace llorar. Decido que no puedo escalar así y le digo a Carlos que nos vayamos. Faltaban muchas horas para que saliera el sol de ese lado y mi dolor es inevitable.
En el rapel queda la ilusión y el fracaso. Me digo que soy débil. He bajado por frío. Otros suben. Me comparo e intento no hacerlo, pero la frase viene una y otra vez: “Si otros pueden, tú también”. Odio esa frase y no creo en ella, pero se quedó en mi cabeza como un disco rallado.
Yo sé que pasaba algo más pero lo contengo. No quiero dejar que salga. Hace un día espectacular con un sol espléndido y el sabor agridulce de querer escalar pero ya no puedo. “Claro que puedo, pero he caído en la trampa y ahora lo veo todo negro”, pienso.
Por fin llego a casa para estar sola. Respiro tranquilidad. Me acuesto en la cama y pongo “Truman”. Es la segunda vez que la veo. Una película sobre un hombre que lo deja todo arreglado en su vida porque tiene cáncer y tiene los días contados. La película tiene un toque de comedia, de nostalgia y de mi realidad. Me identifico. No paro de pensar en mi papá y me pongo a llorar.
No puedo escalar pero no es por el frío… aunque ya vendrán tiempos más cálidos.